Hasta inicios de los años ‘80, las bodegas chilenas eran lugares húmedos, más bien oscuros, con un aroma muy particular. En parte, si pienso qué fue lo que me atrajo inicialmente de este mundo cuando era niño (a la edad de 8 años no tomaba vino, por cierto…), fueron las periódicas visitas que hacíamos con mi padre a las bodegas tradicionales del Maipo para pasear y comprar.
Grandes cubas de madera, llaves de bronce, acequias recorridas por tubos para enfriar el vino en vendimia, altos techos con lucarnas para mantener fresca las naves… No recuerdo haber visto nunca una barrica. Solo cubas y pipas de raulí.
Con la llegada del acero inoxidable a mediados de los años 80, ese mundo empezó a desmantelarse, a transformarse en muebles, durmientes o simplemente a ser quemado. Había llegado el brillante y aséptico acero en compañía de los equipos de frío. Se acabó el bronce, bienvenidas las reducciones en los vinos, pero también los intensos aromas frutales y los blancos jóvenes de color amarillo verdoso. Se cubrieron las acequias y las cubas se pusieron chaqueta.
Como suele suceder en los cambios revolucionarios, el tejo se pasó un poco. Llegaron también las barricas y la tendencia a vinos tintos concentrados, maduros y con una relación madera/vino más alta.
En Viña Morandé retomamos el uso de los fudres hace casi 15 años para la crianza de nuestros vinos Gran Reserva, pero esta vez de roble francés. Logramos así criar o envejecer el vino, proceso natural que favorece la precipitación de sustancias inestables cuando este es joven, principalmente color, ácido tartárico y taninos. Se produce una micro-oxidación a través de los poros de la madera. Este proceso fija el color y genera moléculas de taninos más grandes que dan sensaciones más suaves y redondas en la boca.
Por último, la madera le cede al vino taninos “ablandados” por su nivel de tostado, así como otros componentes aromáticos, principalmente ácidos que recuerdan el café, clavo de olor y vainilla o toffee.
Los fudres tienen la virtud de generar este carrusel de combinaciones en forma más lenta respecto a lo que ocurre en una barrica, ya que poseen una relación madera/vino más baja.
Son, entonces, un pedazo de tradición que vuelve a presentarse después de casi desaparecer, y que nos permite jugar y tener más opciones a la hora de crear un vino en el que el terruño se manifieste más nítidamente.
Enólogo Viña Morandé